Breve historia del feminismo

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La historia del movimiento feminista se ha dividido en tres etapas: vindicación  ilustrada, feminismo liberal sufragista y nuevo feminismo o segunda ola[1].  Cada una es un esfuerzo por reorganizar el movimiento en torno a las demandas más cruciales de la época, en un intento por articular sus exigencias a otras reivindicaciones colectivas.   Si bien existe lo que podríamos llamar la historia oficial del feminismo, que ubica sus inicios en el siglo XIX, en el marco de la convención de organizaciones y colectivos civiles realizada en Seneca Falls - Nueva York en 1848, y que dio vida al Manifiesto de Seneca Falls o Declaración de sentimientos, Amelia Valcárcel los remonta a la vindicación ilustrada.  Antes, entre los siglos XVII y XVIII,  existió también el protofeminismo, desarrollado en los países protestantes.  

Los feminismos no responden a un cuerpo teórico homogéneo, sus propuestas, marcos teóricos y vindicaciones son diversas, en la medida que intentan exponer las principales tensiones y contradicciones de las doctrinas universalistas que excluyeron a las mujeres de los espacios sociopolíticos; así mismo, las corrientes más beligerantes  libran una batalla interna contra los feminismos que al nutrirse de estas ideologías invisibilizan las problemáticas ubicadas en las intersecciones entre raza, clase y etnia.  Las denuncias están basadas en el carácter dominante del feminismo tradicional.  Los grupos subalternos ven en este aspecto una tipología similar a la que presenta el androcentrismo, por lo cual las mujeres excluidas de su seno son doblemente discriminadas. 

El reto del feminismo actual consiste en traducir y viabilizar las demandas de justicia de las mujeres en un escenario mundial complejizado por el neoliberalismo, la globalización, las multinacionales y los conflictos e injusticias de diversa índole.  Ya no son válidas las respuestas únicas que anulen la multidimensionalidad de los problemas. 

1.1 Vindicación ilustrada

 El feminismo ilustrado surgió en el siglo XVIII[2]  al amparo de las consignas de igualdad, autonomía, libertad, justicia y universalidad del hombre que exponían las filosofías contractualistas y liberales de la época.    Estas doctrinas eran claras respecto al sujeto de su propuesta (hombres blancos, católicos y heterosexuales).  Las voces marginales excluidas de las categorías privilegiadas percibieron las fisuras del sistema y se sirvieron de los principios individualistas de la ilustración (universalidad de la razón, emancipación de los prejuicios, aplicación del principio de igualdad y la noción de progreso)  para reclamar el reconocimiento de la ciudadanía.    En ese primer momento el debate estuvo circunscrito a las reclamaciones puntuales de las mujeres de la élite, propietarias, viudas, esposas o solteras; mujeres que se consideraban a sí mismas excelentes, virtuosas y cumplidoras de las leyes.  Sus reivindicaciones no cuestionaban las asimetrías de poder entre los sexos, ni ponían en tela de juicio los estereotipos femeninos que les negaban fuerza moral y física (Beltrán, 2005).

El pregonado carácter universalista de los derechos de la persona humana, que estableció los fundamentos de la ilustración,  tenía serias fisuras, intentaba conciliar igualdad con exclusión.  Si por un lado el igualitarismo quiso reafirmar los derechos masculinos con distingo de raza, elección sexual y religión, por otro negaba a las mujeres y a las minorías iguales derechos.  El liberalismo fue uno de los enfoques que contribuyó a crear una plataforma teórica desde la cual fundamentar los reclamos femeninos que empezaban a ganar presencia en el espacio público; pero no era ajeno al sesgo androcéntrico.  Ofreció para el ejercicio de los derechos femeninos unas condiciones que se limitaban al plano formal, sin plantear la igualdad sustantiva de poder o la reorganización estructural de la sociedad.  

John Locke y Jean Jacques Rousseau son dos de los autores que a través de sus teorías ayudaron a sostener el carácter biológico de la división sexual de los roles.   Ambos coincidían en naturalizar la separación entre las esferas pública y privada (el ejercicio político y la vida doméstica), excluyendo a la mujer del pacto social que acuerdan las personas libres e iguales.  El contrato ciudadano que constituye la sociedad civil pone a la esfera pública en manos de los hombres, y a la esfera privada por fuera de la vida pública pero igualmente bajo la tutela masculina. 

El quiebre en la concepción liberal fue introducido por John Stuart Mill en su obra La sujeción de la mujer (1869), escrita en colaboración con su esposa Harriet Taylor Mill, en ella aplican de manera consecuente los principios liberales de libertad y autonomía, reconociéndoles a las féminas el mismo estatus moral masculino, y aceptando que también son sujetos de derechos innatos, inviolables e inalienables. Mill rechaza los argumentos de Rousseau y Locke, la inferioridad física de la mujer no puede ser un reconocimiento social y jurídico de la ley del más fuerte que asegure la inferioridad moral y legal (Beltrán, 2005:52).   En sus disertaciones apela al principio liberal de igualdad de oportunidades, y al principio utilitarista que propugna la mayor felicidad para el mayor número de personas.  La posición social de un ciudadano no estará definida por su cuna, raza o sexo, sino por sus capacidades y méritos.  Esta consideración de la persona garantiza en última el progreso moral y económico de las sociedades.  Incluir a las mujeres en el corpus social, consideraba el autor, traería ventajas al movimiento feminista y a la sociedad en su conjunto.    

“La diferencia de los sexos se veía afectada, (por los ideales ilustrados de progreso, desarrollo racional, justicia, felicidad e igualdad, que implicaban nuevas formas de entender las relaciones entre los individuos y la sociedad) por lo tanto, desde una concepción del ser humano cuya característica era precisamente no ofrecer modelos de acción predeterminados.  Los modelos de mujer que se presentaban: la esposa de la ficción doméstica, la madre, la prostituta, tenían que poder ser revisables por las propias mujeres.  Como alternativa a esos modelos no propone otros, a excepción de la concepción apuntada: que cada mujer individual desarrolle su propia individualidad” (Mill, 2001:81).

El conjunto de doctrinas y reclamaciones que apoyaban la causa femenina no llegó a tener nombre propio hasta 1871, cuando el médico francés Ferdinand Valeré Faneau de la Cour empleo por primera vez la palabra feminista para referirse a los efectos que producía la tuberculosis sobre los cuerpos masculinos.  Faneau de la Cour, en el libro Du féminisme et de l’infantilisme chez les tuberculeux (Del feminismo y del infantilismo en los tuberculosos) afirma que los hombres que padecen tuberculosis presentan marcados rasgos femeninos (incremento de las mamas, disminución de los genitales, piel más blanca y suave, pestañas largas).  El escritor Francés Alexandre Dumas (hijo) traslado el término médico al contexto social.   En 1872 publicaba El hombre y la mujer,  escrito en el que uso el mismo neologismo para mofarse de los hombres afines a las causas femeninas.  En 1880 Hubertine Auclert, autora de la revista La Citoyenne, lo emplea para referirse a las mujeres que luchan por sus derechos, en ese momento el término adquiere otra acepción y se convierte en el símbolo de la liberación femenina.  En 1892, en el marco del Primer congreso público feminista, realizado en París,  se extendió el uso del concepto, hasta llegar a nombrar del mismo modo las luchas de entonces y las vindicaciones presentadas por las mujeres durante los siglos anteriores.

1.2 Feminismo liberal sufragista 

Diversos factores se conjugaron para dar vida a la primera revolución femenina, desarrollada con mayor fuerza en Norteamérica entre mediados del siglo XIX y el primer decalustro del siglo XX. Las causas más importantes fueron las profundas desigualdades económicas existentes en la sociedad estadounidense, la división racial y étnica, y el sistema de gobierno republicano que al cimentar su poder en el pueblo exaltaba la participación ciudadana como principio rector de la vida política.  Estos elementos, ayudados por los planteamientos democráticos esgrimidos durante la modernidad (el universalismo ético y la igualdad como un derecho natural), el trabajo femenino y las transformaciones desencadenadas por la revolución industrial, permitieron exponer los argumentos feministas a favor del sufragio, la libertad sexual, la lucha contra la prostitución, el derecho a la educación y el control sobre la propiedad. 

Durante este período, la lucha femenina se concentró en alcanzar el derecho al voto.  Contrario a lo propuesto durante la Vindicación ilustrada, el sufragismo norteamericano[3] fue una corriente de clase media, aliado estratégico de dos causas a favor de los derechos civiles: el abolicionismo y el movimiento de reforma teológica y moral.  En alianza con el primero, y bajo el concepto de “esclavitud moral”, el sufragismo estableció una clara analogía entre la opresión de las mujeres y la vivencia de los esclavos, denunciando la carencia de libertad para pensar y trabajar.  Los vínculos con los movimientos religiosos sirvieron para incluir en el cuerpo argumentativo la necesidad de perfeccionamiento personal, la conquista de la autonomía y la autodeterminación.   Ambos movimientos hacían eco del lenguaje de los derechos humanos con independencia de la raza y el sexo.   Logrados los objetivos abolicionistas y reformistas, el feminismo debió emprender un camino en solitario para lograr el derecho al voto.   Sin embargo, el movimiento se desintegró antes de alcanzar su meta.  Muchas naciones reconocieron éste derecho después de los años 50s del siglo XX (Beltrán, 2005).

El aparente fracaso del sufragismo tuvo efectos desestabilizantes, a esto debe sumarse la agresiva campaña que implementó el gobierno norteamericano al término de la segunda guerra mundial.  Las mujeres que tomaron parte activa en la contienda fueron instadas a retomar sus quehaceres cotidianos.  Para tal fin se puso en marcha una estrategia de disminución salarial, acompañada de mensajes publicitarios sobre nuevos desarrollos tecnológicos para el hogar, y la sobrerepresentación de modelos familiares y de feminidad a través imágenes.  En parte, la campaña logró su cometido y el feminismo entró en receso.

1.3 Nuevo feminismo o segunda ola

El nuevo feminismo – más conocido como la Segunda ola- irrumpe con fuerza en el escenario convulso de los años sesentas del siglo XX, para sumarse al reclamo general de justicia e igualdad que reivindicaban diferentes movimientos sociales, y no fue ajeno al sueño colectivo que proponía desmontar las estructuras de la sociedad capitalista.   La guerra en Vietnam, el fin del sueño dorado americano, la desconfianza en los gobiernos y las contradicciones del capitalismo, dieron vida a un malestar generalizado que en los círculos feministas se denominó el problema que no tiene nombre.  Esta sintomatología llevó a cuestionar el papel del ama de casa blanca obligada a moverse en el estrecho margen de acción de la vida privada. 

Si bien el movimiento de mujeres se encuadra en sus orígenes en los movimientos sociales de protesta emergentes en la época, sus objetivos rebasaban la sectorialidad de la mayoría de ellos, y esto hizo posible que allí donde no hubo lucha racial, o hippies o nueva izquierda hubiese, sin embargo – en mayor o menor medida – movimiento de mujeres  (Beltrán, 2005:77).

En respuesta a ese malestar, Betty Friedan sistematizó las entrevistas realizadas a cientos de mujeres que anhelaban un cambio fundamental en sus vidas.  El resultado de este trabajo es una obra crucial en la literatura femenina  La mística de la feminidad (1963) aparece en el escenario dos años después del Segundo sexo, de Simone de Beauvior.  En esta etapa el feminismo se alimentó de diversas ideologías, diversificó sus objetivos, programas y líneas de acción, proponiendo nuevas corrientes de análisis.   Surgen las tendencias de corte liberal, socialista, radical y anarquista.  Se introducen al discurso dos categorías de análisis: patriarcado y género.  La primera, prestada de la antropología, permitió comprender que las relaciones personales son un dispositivo de poder que trasciende el ámbito familiar, lo que le asigna carácter político.  El género[4] expone las diferencias culturales con que se cargan de contenido los términos masculino y femenino.  Nancy Fraser señala que lo trascendental de esta etapa fue su modo de entretejer en la crítica al capitalismo organizado de Estado androcéntrico, tres dimensiones de injusticias de género analíticamente específicas: economía, cultura y política.  En décadas recientes estas tres dimensiones se separaron tanto entre sí como de la crítica al capitalismo.  (Fraser, 2009:90). 

Hoy el feminismo va un poco a la deriva, es amplio, diversificado y complejo.  Ha evolucionado a la luz de nuevos credos; pero todos los desarrollos se acomodan a la búsqueda primigenia de igualdad y universalidad ética.  Las tendencias actuales pretenden desnaturalizar la categoría mujer, desproveyéndola de su carácter unitario.    A este respecto, Amelia Valcárcel considera que el multiculturalismo con su política de la diferencia es una de las corrientes de pensamiento más nocivas al proyecto feminista, pues enfatiza las diversidades.  Los feminismos de la diferencia se distancian del dogma, pregonan doctrinas que desvirtúan los retos fundamentales del movimiento. (Valcárcel, 2008)

Reflexionar sobre el multiculturalismo es quedar inmediatamente enredados en complicadas cuestiones en torno a la relación entre diferencia e igualdad.  Son cuestiones hoy muy debatidas con respecto al género, la sexualidad, la nacionalidad, la etnicidad y la “raza”.  ¿Qué diferencias merecen reconocimiento público y/o representación política? ¿Qué diferencias, por el contrario, deberían considerarse irrelevantes para la vida política y tratarse como asuntos privados?  ¿Qué afirmaciones de identidad tienen su fundamento en la defensa de relaciones sociales de desigualdad y dominación?  ¿Cuáles suponen un desafío a dichas relaciones?  Finalmente, ¿Qué clases de diferencias debería intentar fomentar una sociedad comprometida con la justicia? ¿Y cuáles, en cambio, habría que tratar de abolir?   (Fraser, 1995: 36).

La historia del feminismo no es clara respecto al lugar que ocupan las propuestas presentadas los últimos decenios.  Una división parcial da cuenta de un feminismo emergente que tomó fuerza en los años 80 del siglo XX,  denominado feminismo contemporáneo, corriente que se distancia de los objetivos ilustrados, porque la igualdad jurídica es insuficiente para modificar el rol subalterno de las mujeres.   Tampoco se adhiere a los reclamos de redistribución exigidos por la segunda ola con su ponderación de la clase como unidad de análisis social por excelencia.  En un escenario global, las luchas feministas se sostienen en frentes desarticulados.  Según Nancy Fraser, el cambio de acento y la amplitud geográfica pueden juegan a favor de un movimiento  acorde a las demandas presentes.  

Bibliografía

Amorós, Celia (Editora) (2006). Feminismo y filosofía.   Madrid: Editorial Síntesis. 

Beltrán, Elena y Maquieira, Virginia (Eds.) (2005).  Feminismos: debates contemporáneos.  Madrid: Alianza Editorial.                                      

Benhabib, Seyla (1995-1996).  Fuentes de la identidad y el yo en la teoría feminista contemporánea.  En Laguna.  Revista de Filosofía.  III: 161-175

Fraser, Nancy (2013).  De cómo cierto feminismo se convirtió en esclavo del capitalismo y la manera de remediarlo. 15/09/2014, de Sin Permiso Sitio web: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=6362

________ (2009).  El feminismo, el capitalismo y la astucia de la historia.  En New Left Review, 56, Págs. 87-104

________ (2008).  Escalas de justicia.  Barcelona: Herder Editorial

__________ (1995).  Multiculturalidad y equidad entre los géneros: un nuevo examen de los debates en torno a la diferencia en EE UU.  Revista de Occidente, 173: 33-55

________ (1990). ¿Qué tiene de crítica la teoría crítica?  En Benhabib, S. y Cornella, D. (Eds.) Teoría feminista y teoría crítica.  Ensayo sobre la política de género en las sociedades de capitalismo tardío.  Valencia: Edicions Afons el Magnànim.  Institució valenciana d’estudis i investigació. 

Mill, John Stuart y Tayloe Mill, Harriet (2001): Ensayos sobre la igualdad sexual.   Madrid: Ediciones Cátedra.


[1]   Esta clasificación obedece a la necesidad de distinguir el feminismo como propuesta política que articula teoría y práctica, de las reivindicaciones presentadas antes del siglo XIX por mujeres que a título personal y desde corrientes diversas, se sirvieron de la escritura y de la religión para presentar sus demandas.  

[2] El feminismo anterior a la ilustración fue posible, en gran medida,  gracias a la ética protestante, que instaba a los individuos a cultivar el talento propio, el respeto a sí mismo y buscar mayor independencia moral e intelectual.  Sociedades religiosas como los Cuáqueros  - originarios de Inglaterra e instalados en Pensilvania  (EE.UU) a finales del S. XVII -  abogaban por la igualdad política y social, confiriendo mayor autoridad espiritual a las mujeres.   Otro aspecto importante que abonó el camino feminista fue el ejercicio de la escritura religiosa, considerado un oficio de carácter femenino.  Gracias a la escritura  (traducciones, prefacios) las mujeres ganaron mayor presencia y visibilidad política.   En esta etapa fue clave el texto De l'igualité des deux sexes, de Poulain de la Barre, publicado en 1673.  En Francia, en 1789 aparece El cuaderno de queja y reclamaciones de las mujeres, de Madame B de B, que exigía a la Asamblea Nacional el derecho al voto y a la representación femenina.   Dos figuras importantes de este primer feminismo fueron la francesa Olympie de Gouges, a quien se considera la primera feminista de la historia, y la inglesa Mary Wollstonecraft.  De Gouges publicó en 1791 Los derechos de la mujer y de la ciudadana, en respuesta a Los Derechos del hombre y el ciudadano, documento elaborado en 1789 en el marco de la Revolución francesa.  Wollstonecraft  fue la autora de A vindication of the rights of women, que apareció en Inglaterra en 1792.  Estas obras son pioneras en la vindicación del derecho al trabajo, a la educación y a la emancipación económica.  La reconstrucción histórica de Fraser es fiel a la lectura norteamericana. 

[3] El movimiento sufragista norteamericano tuvo características distintas a los movimientos europeos que lo antecedieron, contó con la participación de mujeres adscritas a diversas clases y grupos sociales; mientras que el europeo fue un movimiento de elite que no logró recoger las demandas colectivas de las mujeres marginadas. El sufragismo norteamericano alcanzó dimensiones internacionales y a lo largo del siglo XX los Estados reconocieron paulatinamente el derecho femenino al voto. En EE.UU este logro se consiguió en su totalidad en 1920.

[4] El interés del género como categoría analítica no se manifestó hasta finales del siglo XX, y está ausente de la mayoría de documentos que tienen alguna relación con la teoría social, desde el siglo XVIII hasta principios del siglo XX.  El término género forma parte del intento que han hecho las feministas contemporáneas de trazar un territorio de definición, insistir en la inadecuación de los cuerpos teóricos existentes, a la hora de explicar las desigualdades persistentes entre hombres y mujeres (Wallach, 2008:64).


                                                                                                                            ¡Libertad... para pensar!

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